DERECHO INMOBILIARIO
Una de las áreas del derecho a la que nos dedicamos en Pimentel Estepan y Asociados es el derecho inmobiliario, por lo cual creemos de mucho interés revisar el tema.
Las principales fuentes que consultamos citan a Sanz Fernández quien define el derecho inmobiliario y registral como el «conjunto de normas que regulan las formas de publicidad de los actos de constitución, transmisión, etc., de los derechos reales sobre fincas, y las garantías de ciertos derechos personales o de crédito a través del Registro de la propiedad».
Es, en suma, aquella parte del ordenamiento jurídico relativa al Registro de la propiedad y a los efectos civiles que desarrollan las inscripciones practicadas en él.
Generalmente, entre los autores españoles, se le llama Derecho hipotecario, denominación que obedece al título de la ley que regula la materia, la ley hipotecaria. Es claro que el nombre de la ley no responde a su contenido, pues en ella se regula, además de la hipoteca (v.), todo lo referente al Registro de la propiedad.
El D. i. r. es un conjunto de normas civiles, administrativas y procesales concurrentes sobre un mismo objeto. Esa unidad de objeto proporciona a nuestra disciplina su notable autonomía didáctica y expositiva, y aun científica, sobre todo si se observa que la relación registral que regulan imprime a muchas de esas normas un carácter específico muy acentuado, distanciándolas lo mismo del proceso propiamente dicho que del D. subjetivo civil: así, las referentes a las inscripciones, sus efectos, su práctica y rectificación, etc.
2. La publicidad inmobiliaria. El D. i. r. versa sobre una específica forma de publicidad, que arbitra el legislador en la mayor parte de los países desarrollados como actividad organizada administrativamente y de naturaleza semejante a la jurisdicción voluntaria, destinada a dar a conocer la situación jurídica de los bienes inmuebles mediante su descripción en libros oficiales, practicada siguiendo el procedimiento legalmente establecido.
Esta publicidad destinada, desde luego, a informar a los posibles adquirentes de una finca, o a quienes van a prestar dinero sobre ella con hipoteca, etc., tiene eficacia que excede de la mera información, hasta llegar, en casos, a dar por buena y existente, para el adquirente que invoca la protección del Registro, la apariencia registral, que se le garantiza con preterición de la realidad jurídica vigente hasta entonces: el Registro de la propiedad, cumplidos ciertos presupuestos y requisitos, hace ciertas las noticias que contiene; si dice que Primus es propietario de la finca, es posible, incluso, que aun no siendo esto verdad y perteneciendo la finca a otro, sin embargo el adquirente o el acreedor hipotecario sean protegidos en la titularidad que reciben de Primus como si hubieran contratado con el propietario real.
3. Justificación. El Registro de la propiedad es un medio técnico; una creación puramente artificial para conseguir determinados fines en el tráfico, y no un fin en sí: es un quid de función instrumental que, por ello, tiene su razón de ser en la utilidad efectiva que presta a la economía y la sociedad del país, y que podría ser sustituido por otro que se revelase más eficaz para conseguir las mismas finalidades.
Los autores, para justificar la existencia del Registro, se sitúan generalmente en el punto de vista comercial de la seguridad del adquirente y en la consideración aislada de cada inmueble como objeto de tráfico y crédito. Se insiste en la protección del tráfico; la agilización de las transacciones inmobiliarias al suplir, con la garantía que supone la consulta de un Registro público, las complicadas indagaciones sobre la titularidad de los derechos que, en otro caso, es preciso practicar; el -abaratamiento del crédito, etc. Con todo, como dice Locher, el Registro, aunque de D. privado, tiene su principal razón de ser en el interés público a que sirve a través de los particulares; en el interés de la familia y el del Estado, protegidos por una ordenación más clara y segura del tráfico y, en general, de los derechos privados sobre inmuebles.
4. Historia. Aun cuando tiene antecedentes antiguos, sobre todo en Egipto, la historia del Registro actual se inicia mucho más tarde. Lo que sí es muy antiguo son las formas solemnes de la transmisión de propiedad y constitución de derechos reales (v.): todos los ordenamientos promulgados o surgidos en cuadros económicos rudimentarios (señaladamente Roma, los germanos, muchos D. medievales españoles) rodean a tales negocios de ceremonias externas simbólicas que facilitan su difusión y prueba, y acaso de algunas destinadas, sobre todo, a la publicación del acto.
Mas las viejas formas simbólicas van cayendo en desuso, desplazadas por otras más ágiles y rápidas, pero menos cognoscibles al público y, por tanto, con los inconvenientes derivados de la clandestinidad: de que el adquirente no pueda saber si quien se le presenta como propietario ha vendido ya antes a otro. Y aunque en Roma no se arbitró remedio alguno para ellos, en la Edad Media, en algunas regiones de la actual Alemania, se aprovechó, como forma de publicidad inmobiliaria, la costumbre de consignar las enajenaciones inmobiliarias en libros de carácter público llevados por las autoridades, llegándose, en algunos lugares, a destinar diferentes libros para las diversas clases de negocios, y a consignar todas las anotaciones relativas a un inmueble en el mismo lugar del libro, con lo cual se facilitaba una visión total de la vida jurídica de dicho inmueble.
El desarrollo del instituto de los libros registrales fue lento. Sólo a partir del s. XVIII, y sobre todo durante el xlx, los países alemanes donde imperaba el sistema romano de clandestinidad en las transacciones inmobiliarias tendieron a eliminarlo, desarrollando bastantes de ellos sistemas de publicidad registral de moderna técnica. Es también en el s. xix cuando los países latinos concretan su publicidad registral: a mediados de siglo, Bélgica y Francia, y poco después España e Italia. Es característico de estos países que las nuevas leyes suponen en ellos una profunda modificación del ordenamiento existente hasta entonces. No se trata, como en los países del centro de Europa, de perfeccionar leyes anteriores, sino que se forma un sistema casi nuevo, divergente del anterior.
5. Evolución del Derecho español. Los primeros intentos de establecer en España un Registro se limitan a la publicidad de los gravámenes, y en particular de aquellos que no se manifiestan a simple vista por la posesión. Esto es fácil de comprender. La propiedad, más o menos imperfectamente, puede, de algún modo, ser anunciada por la posesión, pero a buena parte de los gravámenes, y en particular a los derechos reales sin desplazamiento, no les queda ni esa última posibilidad. De ahí que tradicionalmente, los principales inconvenientes de la falta de publicidad de los cambios reales se hayan hecho notar siempre en el terreno de la hipoteca y del censo consignativo, cuya existencia no puede manifestarse por un cambio de poseedor de la finca o mediante cualquier influencia externa y visible de terceros sobre el inmueble. Es decir: si cambia el dueño o alguien adquiere sobre el fundo un derecho de usufructo o de paso, veremos al menos que desde entonces la finca la tiene otra persona o pasa por ella. Pero imponiendo sobre el fundo una hipoteca o un censo, nada vemos distinto: el poseedor sigue siendo el mismo de antes y la extensión de su tenencia absolutamente igual, encontrándose luego el adquirente con la imprevisible sorpresa de que está gravado, cosa que él no podría averiguar ni aun poniendo la máxima diligencia, porque el censualista y el acreedor no tienen la finca, y pueden ser desconocidos en el lugar donde se halla situada.
La publicidad de los gravámenes se inicia, en España, mediante la Pragmática de don Carlos y doña Juana, accediendo a la petición de las Cortes de Toledo de 1539: en ella se creaba un libro, en ciertos núcleos urbanos, que recogiera los contratos de censo e hipoteca, los cuales, no registrados, no serían oponibles al ulterior adquirente de la finca, ni tampoco podrían alegarse en juicio.
La disposición de 1539, y otras posteriores que recuerdan su vigencia, quedaron totalmente incumplidas, hasta que, en 1768, una real Pragmática Sanción aprobó el reglamento que establecía las Contadurías de hipotecas, de características muy semejantes, en esencia, a los libros instituidos en 1539. Las Contadurías persisten, sin alteración fundamental, hasta que el 8 feb. 1861 se promulga la Ley hipotecaria, estableciendo un nuevo género de Registro de la propiedad, profundamente distinto del anterior. Sobre sus rasgos fundamentales, v. REGISTRO DE LA PROPIEDAD; HIPOTECARIOS, PRINCIPIOS; INSCRIPCIÓN.
Las reformas posteriores han introducido cambios importantes en la Ley, pero se conservan hoy todavía sus líneas maestras y numerosos preceptos de detalle. El texto vigente, de 8 feb. 1946, se halla completado por el Reglamento de 14 feb. 1947, reformado el 17 mar. 1959.
6. Sistemas hipotecarios. Sistema francés. La publicidad inmobiliaria ha dado lugar a diversas soluciones técnicas que pueden reconducirse, más o menos, a tres patrones, tipos o modelos: el de las leyes francesas, el alemán y el australiano.
El sistema francés obedece a una ley de 1855 (reformada, sobre todo en el aspecto organizativo, por otra de 1955) que se promulgó con cierto apresuramiento a fin de organizar el Crédit foncier, y se limitó a organizar la publicidad de los actos intervivos de enajenación o constitución de derechos susceptibles de hipoteca. Concebía el Registro como un simple depósito de copias de contratos: el adquirente cumplía con transcribir el suyo y no se exigía justificación alguna de la titularidad de su transmitente ni de la validez del acto mismo. La transcripción estaba dirigida a proteger al adquiriente contra el fraude de su causante, garantizándole qué éste no había enajenado ni gravado con anterioridad el inmueble que le transmitía, hipotecaba, etc. Es el mínimo de garantía que ofrece hoy un Registro inmobiliario. En el D. francés, el sujeto que decide comprar una finca a Primus, va al Registro y observa que en él no hay ningún asiento publicando que Primus ha enajenado la finca en cuestión. Como Primus le ha mostrado su título de propiedad (más exactamente, de adquisición) de la finca -es decir, la escritura en que formalizó la compra de ella, o el testamento en que se la legó al anterior dueño, etc- el comprador razonará del modo siguiente: Primus adquirió la finca: es así que no la ha enajenado (pues la enajenación no consta en el Registro), luego Primus es actualmente el propietario.
Como se ve, el Registro no le dice al posible adquirente que Primus sea dueño del inmueble, y sí sólo que no lo ha enajenado; y aun esto se lo dice de un modo implícito, es decir, por cuanto no consta ningún asiento que manifieste tal enajenación. La tutela que presta el Registro francés al adquirente no consiste en asegurarle que Primus es propietario. Podrá serlo o no. Pero dicho adquirente sí puede tener por cierta una cosa: que cualquier enajenación efectuada por Primus, al no constar en el Registro, no puede serle opuesta a él, una vez que transcriba la suya. Ahora bien: lo que sí le afecta es cualquier defecto en la titularidad originaria de Primus. Si éste falsificó sus títulos de propiedad, adquirió de quien no era dueño o mediante contrato nulo, etc., en cualquier caso la falta de titularidad de Primús repercute en su causahabiente, precisamente porque la garantía registral no versa sobre la afirmación de que Primus es propietario, tema ajeno al Registro de tipo francés, que np es un Registro de propietarios, sino de enajenaciones.
Aunque el Registro francés se denomina «de transcripción», sin embargo, y desde 1921, los títulos ya no se transcriben o copian en él, sino que el conservador de hipotecas (Registrador) se limita a formar volúmenes con los documentos presentados, que encuaderna cuando hay número suficiente. Antes de 1955, los documentos ingresaban en el Registro con entera independencia de los ya contenidos en él. O sea, que si Primus vende la finca a Secundus, depositándose la escritura, y luego fraudulentamente la vende a Tertius (que no ha consultado el Registro), no había inconveniente en registrar el documento en favor de Tertius, aunque no pudiera surtir ningún efecto al hallarse consignada en los libros la venta anterior. Hoy se exige, para inscribir, que el transmitente tenga a su vez inscrito su derecho: el llamado «tracto sucesivo». El Registro francés se llevaba tradicionalmente por personas, y no por fincas: los índices contenían, sobre todo, los nombres de enajenantes y adquirentes; a partir de la reforma de 1955 el fichero se lleva también por inmuebles, y es más descriptivo.
7. Sistema alemán. El Registro alemán sigue el sistema llamado de folio real, ordenándose estrictamente, ya en los libros (no en ficheros más o menos auxiliares), por fincas: a cada una de ellas se le abre lo que podríamos decir una cuenta, en la que se asientan todas las vicisitudes jurídicas que va sufriendo: sucesivos propietarios y titulares de derechos reales limitados. En principio, cada finca posee su propia «hoja»: esta «hoja» es un cuaderno destinado a recibir las relaciones reales (no las obligacionales) que tienen por objeto la finca; consta de 12 páginas; la encabezan los datos que permiten identificar el inmueble, y siguen luego tres secciones destinadas, la primera a las relaciones de propiedad; la segunda a las cargas y limitaciones en general, y la tercera a las hipotecas y gravámenes pecuniarios semejantes.
Lo característico del Registro alemán es que garantiza sus manifestaciones: el que adquiere de quien aparece en el Registro como dueño de la finca, adquiere válidamente, y se hace dueño, a su vez, aunque el dato que publica el folio sea erróneo. Este efecto es común con el Registro español: también en el ordenamiento español los libros registrales designan, en definitiva, quién es el titular de cada derecho, y tales designaciones se hallan garantizadas, de modo que el adquirente puede tenerlas por seguras sin ulterior examen. Si Primus, falsificando títulos, consigue que en el Registro español se inscriba en su favor la propiedad del Monasterio de S. Lorenzo de El Escorial (prescindamos por ahora del art. 5 del Reglamento hipotecario y concordantes), y luego lo vende a un adquirente de buena fe (supongamos que pueda hacerlo), sin duda ese adquirente, al inscribir su compra, se hace dueño del conocido monumento, pues el Registro le aseguró, no que Primus no lo hubiera vendido a otro, sino, exactamente, que Primus era propietario. En el Registro alemán o en el español, la propiedad de Primus no es el resultado de un silogismo, sino una afirmación directa de los libros, garantizada de tal modo, que si es falsa (si Primus no es propietario del Monasterio), sin embargo vale, frente al nuevo adquirente que confió en ella, como si fuera verdadera: la propiedad que no tenía Primus, pero que (inexactamente) manifestaba el asiento registral no rectificado y en vigor, nace en su adquirente igual que si Primus se la hubiera transmitido.
El Registro alemán presenta notables particularidades en su mecánica. Conforme al CC alemán para adquirir los derechos reales basta un acuerdo sobre la transferencia, o sea, que el enajenante quiera transmitir y el adquirente adquirir (acuerdo abstracto). Pero la legislación registral es todavía más liberal, al distinguir entre los requisitos para la transmisión, de una parte, y, de otra, lo que se inscribe en el Registro. Es decir, que el acuerdo abstracto (requisito para la transmisión) no es, en principio, lo que pasa a los libros, sino algo todavía más simple, a saber, el consentimiento del afectado por la inscripción (que puede ser sustituido por la condena a prestarlo) para que se practique el nuevo asiento. Es una declaración unilateral dirigida al Registro; mediante ella, el titular que resulta afectado por la nueva inscripción permite que ésta tenga lugar. Sin embargo, en casos particulares, y sobre todo en el muy importante de la transmisión de la propiedad, se requiere, para inscribir, el acuerdo entre el antiguo y el nuevo titular (Einigung). El consentimiento del antiguo titular registral (como, en su caso, el acuerdo con el nuevo) recae, no sobre la transmisión, sino sobre la rectificación del Registro: sobre la práctica del asiento perjudicial para el derecho del antiguo titular, que expresamente solicita y consiente él mismo (consentimiento formal).
8. Sistema australiano. Los actuales sistemas australianos siguen las líneas del que construyó, para Australia del S, el emigrante irlandés Torrens, fundado, por cierto, en las ideas del Registro de buques británicos. El sistema australiano data de mediados del siglo pasado. Entonces cabía distinguir en Australia dos clases de propiedad: una, la de quien traía directamente su derecho de la Corona; provisto, por ende, de un título inatacable; y otra, la de quien había adquirido por modo derivativo, merced a negocio jurídico o sucesión, propiedad esta última insegura por la posibilidad de dobles enajenaciones del auctor, constitución de gravámenes ocultos, etc. Torrens trató, mediante su sistema, de que las cosas sucedieran como si cada uno de los sucesivos adquirentes de un fundo trajera su derecho del Estado y tuviera, por tanto, una titularidad tan inatacable como la de aquel a quien el Estado había concedido ex novo las tierras. De hecho, no puede decirse que haya llegado a conseguirlo del todo, si bien la posición del adquirente inscrito es, en la actualidad, todavía más fuerte que en el D. español o alemán.
Quien desea inmatricular un fundo debe pedirlo al Registrador general, uniendo a la solicitud un plano del mismo y los documentos que justifican su derecho sobre él. Estos documentos sufren el doble examen de los peritos en D. y de los topógrafos: si se admite la solicitud, se le da publicidad, fijando un término para provocar la oposición de aquellos que pretendieran tener un derecho sobre el inmueble. Expirado el término, el Registrador, si estima justa la solicitud y no se ha formulado oposición -o habiendo sido rechazada ésta- procede a la inmatriculación redactando previamente el título de propiedad, del que se hacen dos ejemplares: uno se incorpora al Registro y otro se entrega al solicitante. En el título se mencionan todos los derechos reales que gravan el fundo y figura un plano exacto del mismo levantado por los topógrafos oficiales. El certificado del título entregado al propietario vale sólo en cuanto coincide con el ejemplar encuadernado en el libro del Registro. Con él se demuestra la propiedad en el tráfico. Es como una certificación del Registro en otros países, pero existente en un único ejemplar, y mantenida permanentemente al día en lo relativo a enajenaciones y gravámenes, pues en él se consignan todos los que se van sucediendo. Ésta es una importante particularidad del sistema: el certificado se ha de presentar forzosamente para la enajenación y ésta se hace constar fehacientemente en él.
Para transferir el dominio o gravarlo, el enajenante redacta una declaración de transferencia (memorándum) según una fórmula determinada por la ley u otro equivalente y firmada por un testigo, indicando en ella la naturaleza del derecho que transfiere (propiedad, usufructo, etc.); el nombre del adquirente; el precio de la enajenación, etc. El memorándum, unido al certificado del título, se debe enviar al Registrador general, quien, después de haber examinado si el acto está bastante claro y los contratantes son capaces, procede a la inscripción de la transferencia sobre el folio del Registro, y asimismo sobre el certificado del título, el cual, por consiguiente, declara desde entonces el nuevo propietario. El sistema es propio de países coloniales y ha tenido influencia en muchos territorios de África incluidos los españoles.
Generalmente, entre los autores españoles, se le llama Derecho hipotecario, denominación que obedece al título de la ley que regula la materia, la ley hipotecaria. Es claro que el nombre de la ley no responde a su contenido, pues en ella se regula, además de la hipoteca (v.), todo lo referente al Registro de la propiedad.
El D. i. r. es un conjunto de normas civiles, administrativas y procesales concurrentes sobre un mismo objeto. Esa unidad de objeto proporciona a nuestra disciplina su notable autonomía didáctica y expositiva, y aun científica, sobre todo si se observa que la relación registral que regulan imprime a muchas de esas normas un carácter específico muy acentuado, distanciándolas lo mismo del proceso propiamente dicho que del D. subjetivo civil: así, las referentes a las inscripciones, sus efectos, su práctica y rectificación, etc.
2. La publicidad inmobiliaria. El D. i. r. versa sobre una específica forma de publicidad, que arbitra el legislador en la mayor parte de los países desarrollados como actividad organizada administrativamente y de naturaleza semejante a la jurisdicción voluntaria, destinada a dar a conocer la situación jurídica de los bienes inmuebles mediante su descripción en libros oficiales, practicada siguiendo el procedimiento legalmente establecido.
Esta publicidad destinada, desde luego, a informar a los posibles adquirentes de una finca, o a quienes van a prestar dinero sobre ella con hipoteca, etc., tiene eficacia que excede de la mera información, hasta llegar, en casos, a dar por buena y existente, para el adquirente que invoca la protección del Registro, la apariencia registral, que se le garantiza con preterición de la realidad jurídica vigente hasta entonces: el Registro de la propiedad, cumplidos ciertos presupuestos y requisitos, hace ciertas las noticias que contiene; si dice que Primus es propietario de la finca, es posible, incluso, que aun no siendo esto verdad y perteneciendo la finca a otro, sin embargo el adquirente o el acreedor hipotecario sean protegidos en la titularidad que reciben de Primus como si hubieran contratado con el propietario real.
3. Justificación. El Registro de la propiedad es un medio técnico; una creación puramente artificial para conseguir determinados fines en el tráfico, y no un fin en sí: es un quid de función instrumental que, por ello, tiene su razón de ser en la utilidad efectiva que presta a la economía y la sociedad del país, y que podría ser sustituido por otro que se revelase más eficaz para conseguir las mismas finalidades.
Los autores, para justificar la existencia del Registro, se sitúan generalmente en el punto de vista comercial de la seguridad del adquirente y en la consideración aislada de cada inmueble como objeto de tráfico y crédito. Se insiste en la protección del tráfico; la agilización de las transacciones inmobiliarias al suplir, con la garantía que supone la consulta de un Registro público, las complicadas indagaciones sobre la titularidad de los derechos que, en otro caso, es preciso practicar; el -abaratamiento del crédito, etc. Con todo, como dice Locher, el Registro, aunque de D. privado, tiene su principal razón de ser en el interés público a que sirve a través de los particulares; en el interés de la familia y el del Estado, protegidos por una ordenación más clara y segura del tráfico y, en general, de los derechos privados sobre inmuebles.
4. Historia. Aun cuando tiene antecedentes antiguos, sobre todo en Egipto, la historia del Registro actual se inicia mucho más tarde. Lo que sí es muy antiguo son las formas solemnes de la transmisión de propiedad y constitución de derechos reales (v.): todos los ordenamientos promulgados o surgidos en cuadros económicos rudimentarios (señaladamente Roma, los germanos, muchos D. medievales españoles) rodean a tales negocios de ceremonias externas simbólicas que facilitan su difusión y prueba, y acaso de algunas destinadas, sobre todo, a la publicación del acto.
Mas las viejas formas simbólicas van cayendo en desuso, desplazadas por otras más ágiles y rápidas, pero menos cognoscibles al público y, por tanto, con los inconvenientes derivados de la clandestinidad: de que el adquirente no pueda saber si quien se le presenta como propietario ha vendido ya antes a otro. Y aunque en Roma no se arbitró remedio alguno para ellos, en la Edad Media, en algunas regiones de la actual Alemania, se aprovechó, como forma de publicidad inmobiliaria, la costumbre de consignar las enajenaciones inmobiliarias en libros de carácter público llevados por las autoridades, llegándose, en algunos lugares, a destinar diferentes libros para las diversas clases de negocios, y a consignar todas las anotaciones relativas a un inmueble en el mismo lugar del libro, con lo cual se facilitaba una visión total de la vida jurídica de dicho inmueble.
El desarrollo del instituto de los libros registrales fue lento. Sólo a partir del s. XVIII, y sobre todo durante el xlx, los países alemanes donde imperaba el sistema romano de clandestinidad en las transacciones inmobiliarias tendieron a eliminarlo, desarrollando bastantes de ellos sistemas de publicidad registral de moderna técnica. Es también en el s. xix cuando los países latinos concretan su publicidad registral: a mediados de siglo, Bélgica y Francia, y poco después España e Italia. Es característico de estos países que las nuevas leyes suponen en ellos una profunda modificación del ordenamiento existente hasta entonces. No se trata, como en los países del centro de Europa, de perfeccionar leyes anteriores, sino que se forma un sistema casi nuevo, divergente del anterior.
5. Evolución del Derecho español. Los primeros intentos de establecer en España un Registro se limitan a la publicidad de los gravámenes, y en particular de aquellos que no se manifiestan a simple vista por la posesión. Esto es fácil de comprender. La propiedad, más o menos imperfectamente, puede, de algún modo, ser anunciada por la posesión, pero a buena parte de los gravámenes, y en particular a los derechos reales sin desplazamiento, no les queda ni esa última posibilidad. De ahí que tradicionalmente, los principales inconvenientes de la falta de publicidad de los cambios reales se hayan hecho notar siempre en el terreno de la hipoteca y del censo consignativo, cuya existencia no puede manifestarse por un cambio de poseedor de la finca o mediante cualquier influencia externa y visible de terceros sobre el inmueble. Es decir: si cambia el dueño o alguien adquiere sobre el fundo un derecho de usufructo o de paso, veremos al menos que desde entonces la finca la tiene otra persona o pasa por ella. Pero imponiendo sobre el fundo una hipoteca o un censo, nada vemos distinto: el poseedor sigue siendo el mismo de antes y la extensión de su tenencia absolutamente igual, encontrándose luego el adquirente con la imprevisible sorpresa de que está gravado, cosa que él no podría averiguar ni aun poniendo la máxima diligencia, porque el censualista y el acreedor no tienen la finca, y pueden ser desconocidos en el lugar donde se halla situada.
La publicidad de los gravámenes se inicia, en España, mediante la Pragmática de don Carlos y doña Juana, accediendo a la petición de las Cortes de Toledo de 1539: en ella se creaba un libro, en ciertos núcleos urbanos, que recogiera los contratos de censo e hipoteca, los cuales, no registrados, no serían oponibles al ulterior adquirente de la finca, ni tampoco podrían alegarse en juicio.
La disposición de 1539, y otras posteriores que recuerdan su vigencia, quedaron totalmente incumplidas, hasta que, en 1768, una real Pragmática Sanción aprobó el reglamento que establecía las Contadurías de hipotecas, de características muy semejantes, en esencia, a los libros instituidos en 1539. Las Contadurías persisten, sin alteración fundamental, hasta que el 8 feb. 1861 se promulga la Ley hipotecaria, estableciendo un nuevo género de Registro de la propiedad, profundamente distinto del anterior. Sobre sus rasgos fundamentales, v. REGISTRO DE LA PROPIEDAD; HIPOTECARIOS, PRINCIPIOS; INSCRIPCIÓN.
Las reformas posteriores han introducido cambios importantes en la Ley, pero se conservan hoy todavía sus líneas maestras y numerosos preceptos de detalle. El texto vigente, de 8 feb. 1946, se halla completado por el Reglamento de 14 feb. 1947, reformado el 17 mar. 1959.
6. Sistemas hipotecarios. Sistema francés. La publicidad inmobiliaria ha dado lugar a diversas soluciones técnicas que pueden reconducirse, más o menos, a tres patrones, tipos o modelos: el de las leyes francesas, el alemán y el australiano.
El sistema francés obedece a una ley de 1855 (reformada, sobre todo en el aspecto organizativo, por otra de 1955) que se promulgó con cierto apresuramiento a fin de organizar el Crédit foncier, y se limitó a organizar la publicidad de los actos intervivos de enajenación o constitución de derechos susceptibles de hipoteca. Concebía el Registro como un simple depósito de copias de contratos: el adquirente cumplía con transcribir el suyo y no se exigía justificación alguna de la titularidad de su transmitente ni de la validez del acto mismo. La transcripción estaba dirigida a proteger al adquiriente contra el fraude de su causante, garantizándole qué éste no había enajenado ni gravado con anterioridad el inmueble que le transmitía, hipotecaba, etc. Es el mínimo de garantía que ofrece hoy un Registro inmobiliario. En el D. francés, el sujeto que decide comprar una finca a Primus, va al Registro y observa que en él no hay ningún asiento publicando que Primus ha enajenado la finca en cuestión. Como Primus le ha mostrado su título de propiedad (más exactamente, de adquisición) de la finca -es decir, la escritura en que formalizó la compra de ella, o el testamento en que se la legó al anterior dueño, etc- el comprador razonará del modo siguiente: Primus adquirió la finca: es así que no la ha enajenado (pues la enajenación no consta en el Registro), luego Primus es actualmente el propietario.
Como se ve, el Registro no le dice al posible adquirente que Primus sea dueño del inmueble, y sí sólo que no lo ha enajenado; y aun esto se lo dice de un modo implícito, es decir, por cuanto no consta ningún asiento que manifieste tal enajenación. La tutela que presta el Registro francés al adquirente no consiste en asegurarle que Primus es propietario. Podrá serlo o no. Pero dicho adquirente sí puede tener por cierta una cosa: que cualquier enajenación efectuada por Primus, al no constar en el Registro, no puede serle opuesta a él, una vez que transcriba la suya. Ahora bien: lo que sí le afecta es cualquier defecto en la titularidad originaria de Primus. Si éste falsificó sus títulos de propiedad, adquirió de quien no era dueño o mediante contrato nulo, etc., en cualquier caso la falta de titularidad de Primús repercute en su causahabiente, precisamente porque la garantía registral no versa sobre la afirmación de que Primus es propietario, tema ajeno al Registro de tipo francés, que np es un Registro de propietarios, sino de enajenaciones.
Aunque el Registro francés se denomina «de transcripción», sin embargo, y desde 1921, los títulos ya no se transcriben o copian en él, sino que el conservador de hipotecas (Registrador) se limita a formar volúmenes con los documentos presentados, que encuaderna cuando hay número suficiente. Antes de 1955, los documentos ingresaban en el Registro con entera independencia de los ya contenidos en él. O sea, que si Primus vende la finca a Secundus, depositándose la escritura, y luego fraudulentamente la vende a Tertius (que no ha consultado el Registro), no había inconveniente en registrar el documento en favor de Tertius, aunque no pudiera surtir ningún efecto al hallarse consignada en los libros la venta anterior. Hoy se exige, para inscribir, que el transmitente tenga a su vez inscrito su derecho: el llamado «tracto sucesivo». El Registro francés se llevaba tradicionalmente por personas, y no por fincas: los índices contenían, sobre todo, los nombres de enajenantes y adquirentes; a partir de la reforma de 1955 el fichero se lleva también por inmuebles, y es más descriptivo.
7. Sistema alemán. El Registro alemán sigue el sistema llamado de folio real, ordenándose estrictamente, ya en los libros (no en ficheros más o menos auxiliares), por fincas: a cada una de ellas se le abre lo que podríamos decir una cuenta, en la que se asientan todas las vicisitudes jurídicas que va sufriendo: sucesivos propietarios y titulares de derechos reales limitados. En principio, cada finca posee su propia «hoja»: esta «hoja» es un cuaderno destinado a recibir las relaciones reales (no las obligacionales) que tienen por objeto la finca; consta de 12 páginas; la encabezan los datos que permiten identificar el inmueble, y siguen luego tres secciones destinadas, la primera a las relaciones de propiedad; la segunda a las cargas y limitaciones en general, y la tercera a las hipotecas y gravámenes pecuniarios semejantes.
Lo característico del Registro alemán es que garantiza sus manifestaciones: el que adquiere de quien aparece en el Registro como dueño de la finca, adquiere válidamente, y se hace dueño, a su vez, aunque el dato que publica el folio sea erróneo. Este efecto es común con el Registro español: también en el ordenamiento español los libros registrales designan, en definitiva, quién es el titular de cada derecho, y tales designaciones se hallan garantizadas, de modo que el adquirente puede tenerlas por seguras sin ulterior examen. Si Primus, falsificando títulos, consigue que en el Registro español se inscriba en su favor la propiedad del Monasterio de S. Lorenzo de El Escorial (prescindamos por ahora del art. 5 del Reglamento hipotecario y concordantes), y luego lo vende a un adquirente de buena fe (supongamos que pueda hacerlo), sin duda ese adquirente, al inscribir su compra, se hace dueño del conocido monumento, pues el Registro le aseguró, no que Primus no lo hubiera vendido a otro, sino, exactamente, que Primus era propietario. En el Registro alemán o en el español, la propiedad de Primus no es el resultado de un silogismo, sino una afirmación directa de los libros, garantizada de tal modo, que si es falsa (si Primus no es propietario del Monasterio), sin embargo vale, frente al nuevo adquirente que confió en ella, como si fuera verdadera: la propiedad que no tenía Primus, pero que (inexactamente) manifestaba el asiento registral no rectificado y en vigor, nace en su adquirente igual que si Primus se la hubiera transmitido.
El Registro alemán presenta notables particularidades en su mecánica. Conforme al CC alemán para adquirir los derechos reales basta un acuerdo sobre la transferencia, o sea, que el enajenante quiera transmitir y el adquirente adquirir (acuerdo abstracto). Pero la legislación registral es todavía más liberal, al distinguir entre los requisitos para la transmisión, de una parte, y, de otra, lo que se inscribe en el Registro. Es decir, que el acuerdo abstracto (requisito para la transmisión) no es, en principio, lo que pasa a los libros, sino algo todavía más simple, a saber, el consentimiento del afectado por la inscripción (que puede ser sustituido por la condena a prestarlo) para que se practique el nuevo asiento. Es una declaración unilateral dirigida al Registro; mediante ella, el titular que resulta afectado por la nueva inscripción permite que ésta tenga lugar. Sin embargo, en casos particulares, y sobre todo en el muy importante de la transmisión de la propiedad, se requiere, para inscribir, el acuerdo entre el antiguo y el nuevo titular (Einigung). El consentimiento del antiguo titular registral (como, en su caso, el acuerdo con el nuevo) recae, no sobre la transmisión, sino sobre la rectificación del Registro: sobre la práctica del asiento perjudicial para el derecho del antiguo titular, que expresamente solicita y consiente él mismo (consentimiento formal).
8. Sistema australiano. Los actuales sistemas australianos siguen las líneas del que construyó, para Australia del S, el emigrante irlandés Torrens, fundado, por cierto, en las ideas del Registro de buques británicos. El sistema australiano data de mediados del siglo pasado. Entonces cabía distinguir en Australia dos clases de propiedad: una, la de quien traía directamente su derecho de la Corona; provisto, por ende, de un título inatacable; y otra, la de quien había adquirido por modo derivativo, merced a negocio jurídico o sucesión, propiedad esta última insegura por la posibilidad de dobles enajenaciones del auctor, constitución de gravámenes ocultos, etc. Torrens trató, mediante su sistema, de que las cosas sucedieran como si cada uno de los sucesivos adquirentes de un fundo trajera su derecho del Estado y tuviera, por tanto, una titularidad tan inatacable como la de aquel a quien el Estado había concedido ex novo las tierras. De hecho, no puede decirse que haya llegado a conseguirlo del todo, si bien la posición del adquirente inscrito es, en la actualidad, todavía más fuerte que en el D. español o alemán.
Quien desea inmatricular un fundo debe pedirlo al Registrador general, uniendo a la solicitud un plano del mismo y los documentos que justifican su derecho sobre él. Estos documentos sufren el doble examen de los peritos en D. y de los topógrafos: si se admite la solicitud, se le da publicidad, fijando un término para provocar la oposición de aquellos que pretendieran tener un derecho sobre el inmueble. Expirado el término, el Registrador, si estima justa la solicitud y no se ha formulado oposición -o habiendo sido rechazada ésta- procede a la inmatriculación redactando previamente el título de propiedad, del que se hacen dos ejemplares: uno se incorpora al Registro y otro se entrega al solicitante. En el título se mencionan todos los derechos reales que gravan el fundo y figura un plano exacto del mismo levantado por los topógrafos oficiales. El certificado del título entregado al propietario vale sólo en cuanto coincide con el ejemplar encuadernado en el libro del Registro. Con él se demuestra la propiedad en el tráfico. Es como una certificación del Registro en otros países, pero existente en un único ejemplar, y mantenida permanentemente al día en lo relativo a enajenaciones y gravámenes, pues en él se consignan todos los que se van sucediendo. Ésta es una importante particularidad del sistema: el certificado se ha de presentar forzosamente para la enajenación y ésta se hace constar fehacientemente en él.
Para transferir el dominio o gravarlo, el enajenante redacta una declaración de transferencia (memorándum) según una fórmula determinada por la ley u otro equivalente y firmada por un testigo, indicando en ella la naturaleza del derecho que transfiere (propiedad, usufructo, etc.); el nombre del adquirente; el precio de la enajenación, etc. El memorándum, unido al certificado del título, se debe enviar al Registrador general, quien, después de haber examinado si el acto está bastante claro y los contratantes son capaces, procede a la inscripción de la transferencia sobre el folio del Registro, y asimismo sobre el certificado del título, el cual, por consiguiente, declara desde entonces el nuevo propietario. El sistema es propio de países coloniales y ha tenido influencia en muchos territorios de África incluidos los españoles.